Lo que queda

Entraron en los tiempos de las sillas rotas y los niños flacos y uniformados. En aquellos tiempos de escuelas encaladas y limpieza infinita, de la hermosa tristeza de la leche en polvo, de la luz que se iba sin previo aviso.

Allá, no importa el barrio o el pueblo, esta hermosa labor de enseñar se asemejaba a la magia del pan que nace de unas manos entre la harina: el mismo oficio sabio de moldear la nada, el mismo amor sin medida, el mismo corazón secreto que comenzaba a gestarse en las madrugadas, para vaciarse en las aulas todas las mañanas, todos los días, todas las horas. Ese era el ciclo y la marca de aquellos años: vivir en los ojos abiertos de un niño, morirse en cada palabra de hambre, en cada enfermedad, en cada carencia. Y al acabar el día, el rearmarse, el soportar las penurias de todos los niños del mundo entre dos sueños.

Entonces el colegio era el ruido de las mesas y la lluvia de luz de las risas limpias. Los ordenadores eran escuetas calculadoras con una inmensa letra M de uso desconocido. Se aventuraban hipótesis: es una M de miradas, una M de mundo, la M de los maestros. Internet era el corrillo de los patios, y el móvil los gritos fuertes y claros que traspasaban las casas.

Es de allí de donde ustedes vienen, de las trazas del lápiz en la libreta, de las cartillas Palau y de las restas llevando. De la mezcla de totorotas y avispados, de niños flacos y niños redondos, de pizarras verdes y tizas blancas, de deberes para casa.

La rueda de los años gira sin detenerse, y lo que antes fue levanta su casa en la memoria. Se esconden en la lluvia todos los momentos; los instantes que, como rayos, todo lo iluminaban, y también los tristes. Es así que estamos condenados a cumplir la ley de las cosas: vamos de la mañana a la noche, del tiempo del color a la tristeza de las hojas en el viento.

La escuela es ahora un sin fin de cables que invaden las paredes. Del casi nada de nada hemos llegado al 2.0. Ya no hay ERPAS, ni fotos en blanco y negro, ni bocadillos de mantequilla y azúcar. Pero sabemos que todos los rastros de sus días en la escuela tienden a amontonarse, como la arena que del aire se amansa en las rendijas de las puertas. Como el agua, que siempre vuelve, sabemos que, aunque se vayan, quedarán sus pasos en los pasillos, y sus palabras se mecerán en el aire, desde la mesa del maestro.

Juan Pérez Rosales




2 comentarios:

Juglar dijo...

¡Gracias, compañero!.
Has sabido plasmar nuestras vivencias con una ternura que deja huella.
Llevo mucho en mi mochila del CEPA San Cristóbal, pero sobre todo, el cariño y reconocimiento de todo el profesorado en los tres años compartidos.
¡Un abrazo y hasta pronto!

Anónimo dijo...

Querido bobito, como siempre es Loly la que tiene el don de la palabra(eso me alegra mucho) y por tanot yo me sumo a todo lo que ella pueda escribir sobre el gran regalo que nos hiciste. Espero y deseo no perder nunca tu amistad, sobretodo tu cariño. Con el mio siempre puedes contar. ¡Hasta siempre!

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